
Lo que pensamos (o, mejor dicho, lo que nos parece que pensamos pero que a menudo no es nuestro) y cómo reaccionamos a esos pensamientos conscientes o inconscientes en forma de emociones también marca nuestra configuración energética.
Podríamos decir que una emoción es aquello que nos impulsa a algo, la manera en la que reaccionamos ante los estímulos de la vida. También se puede entender como el lenguaje con el que se expresa mi inconsciente para hacerme ver que hay algo que no cuadra en mi modo de entender la vida.
Hay suficientes estudios científicos relativos a cómo las emociones (y los pensamientos) afectan a nuestro cuerpo físico como para no dudar de que esto es así. La psiconeuroinmunología es solo uno de los campos que nos proporcionan ejemplos de ello. Por supuesto, las emociones y los pensamientos también afectan a nuestro campo energético; y este campo es el que nutre a los órganos físicos. Por tanto, es fácil entender la relación entre las emociones y los pensamientos y nuestro cuerpo físico, entre nuestras actitudes vitales y nuestra salud, entre nuestros hábitos y nuestro bienestar.
La persona se adapta al entorno, o, mejor dicho, cómo percibe su entorno y reacciona ante él. Muchos individuos sensibles perciben su propia sensibilidad no como un don, sino como un castigo, puesto que no tienen suficientes recursos conscientes para manejar esa capacidad de percibir lo que ocurre, esa capacidad de conexión con todo lo que existe. En diferentes etapas de la vida pasamos por distintas configuraciones energéticas básicas.
Muchas veces el campo energético muestra cómo percibimos el mundo. Cuando nos parece que todos están contra nosotros, nos defendemos ante un entorno que nos parece hostil, y normalmente nuestro campo energético muestra esas defensas como espadas o cuchillos situados en la parte delantera del cuerpo. De esa manera, estamos a la defensiva ante lo que pueda ocurrir.
¿Por qué pensamos que cuanto más sufrimos por los demás más los amamos? Hagamos una cuenta matemática sencilla: si mi amigo sufre, hay una unidad de dolor en el mundo. Si yo elijo sufrir para acompañarle en su sufrimiento, habrá dos unidades de dolor en el mundo. No me parece un buen sistema.
Cargando con el peso del mundo
Me parece más práctico (y más amoroso) mantenerme centrado y sereno, trabajar para que ese sea mi estado cotidiano, y ofrecer mi cariño y mi serenidad a mi amigo que sufre. Porque nada resuelvo aumentando los niveles de dolor del mundo, ya exageradamente altos. De todos modos, muchas personas no pueden evitar sufrir por los demás. Habría que plantearse qué educación han recibido para creer que el sufrimiento es una medida del amor. Porque yo no creo que sea así. Cada uno es responsable de su propia vida (excepto en el caso de los hijos pequeños que tenemos a nuestro cargo, y aun así ya vienen con determinadas experiencias por aprender). Cada uno necesita vivir determinadas realidades para aprender sus propias lecciones. Eso no se va a remediar sufriendo por los demás. Todo es siempre perfecto. Todo lo que vivimos nos permite aprender algo más. Aunque ese algo sea solamente constatar que somos muy fuertes, más de lo que creíamos.
El cuerpo humano es impresionantemente fuerte y poderoso; solo la mente nos limita nuestras propias capacidades. No hace falta cargar con el peso de nadie. La Tierra gira sola aunque no estemos concentrados en hacerla girar. El corazón late, los pulmones captan oxígeno, el estómago fabrica ácido para digerir los alimentos, la temperatura y el pH se mantienen en rangos bien estrechos para que nuestra vida física sea posible. Y todo eso sin necesidad de que ni siquiera lo sepamos. ¿Por qué nos preocupamos tanto entonces?
El dolor es parte de la dualidad de la vida en la que vivimos. Es parte de la realidad física y parte de la realidad mental. El sufrimiento viene cuando nos empeñamos en aferrarnos a ese dolor. A veces porque el «pobre de mí» nos trae muchos beneficios secundarios: personas que de otra manera no estarían pendientes de nosotros.
Desgraciadamente, además, es así. Muchas personas están bien si en su entorno todo va bien, o están mal si en su entorno hay problemas. Por supuesto, ver el dolor de las personas a las que amamos a veces puede ser duro para uno; pero siempre podemos retirarnos un poco, dar un paso a un lado y mirar la situación con perspectiva, desde la propia experiencia. Todos hemos atravesado por situaciones dolorosas. Yo he pasado por muchas. Y si soy honesto conmigo mismo, ha sido a través de ese dolor como he aprendido la mayoría de las cosas. Poco a poco voy aprendiendo también a través del juego y del silencio, incluso a través de cabezas ajenas. Pero el dolor ha sido un gran maestro para mí. Ojalá hubiera podido encontrar otro maestro, pero fue ese, y no lo desprecio ni lo critico. Ahora puedo mirar con más neutralidad cada situación dolorosa que me ocurre a mí o a quienes me rodean y no hacer un drama de ello.
Uno va aprendiendo recursos hasta darse cuenta de que se puede llegar a no sufrir en absoluto en esta vida, aun viviendo circunstancias de dolor. Aunque ya esté muy manido el tema, ¿no experimentan un malestar físico bastante grande, incluso dolor, muchas mujeres al final del embarazo? ¿Y durante el parto, la mayoría? ¿Alguien diría que eso es un sufrimiento? Yo creo que no; es un dolor más o menos intenso, que sabes que es puntual, que sabes que pasará, y con una maravillosa recompensa. Pues bien, todos los dolores en mi vida han sido como pequeños o grandes partos. Fueron puntuales, pasaron (aunque mientras están ahí parecen eternos), y todos ellos me permitieron «parir» nuevas facetas de mí misma, nuevas dimensiones de mi propio ser; me permitieron convertirme en una nueva persona. Para ello no necesitamos que otro sufra también a nuestro lado; necesitamos a alguien sereno, pacífico y pacificador, amoroso, que nos acompañe en nuestro dolor, como una comadrona, que nos permita renacer a nuestra nueva realidad.
Una persona insegura con poder tiene muchas posibilidades de acabar siendo un déspota, alguien que ejerce el poder con agresividad, incluso con violencia, porque no tiene ningún otro recurso. Cuando alguien se siente seguro de sí mismo, puede caminar de puntillas por el mundo, sabiendo que su palabra tiene autoridad, la autoridad que le otorga su propia sabiduría, de la que es medianamente consciente y que le permite manejarse con suavidad. Solo aquel que tiene miedo necesita imponer su criterio y su voluntad. Quien se sabe seguro actúa con respeto.
El cuello es la unión entre la mente y el corazón. Es el paso obligado para que el corazón pueda hablar. Nos han educado para callar, para no decir lo que pensamos, no sea que generemos un conflicto. Nos han educado para que no expresemos nuestras necesidades, como si estas no fueran lícitas. Nos han enseñado que es mejor callar.
Pero no se trata del silencio de quien tiene el poder para expresarse pero prefiere no ejercerlo, sino del silencio de aquel a quien le han quitado la voz. Es muy sano callar, sobre todo si lo que decimos no aporta nada positivo. «Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras».
Ese silencio enriquece; el silencio que buscamos interiormente, el que ejercemos por propia voluntad. Pero el silencio impuesto, ese nos cercena el alma. El corazón intenta atravesar el cuello y, al no poder expresarse, poco a poco se forma una barrera que hace que ya no escuchemos nuestro propio corazón. La mente no tiene ese bloqueo; se puede expresar rápidamente, porque no tiene que atravesar ningún cuello. Y, en esa búsqueda de equilibrio entre mente y corazón, al final la mente acaba imponiendo su voluntad. Y entonces viene «la crisis de los treinta», o de los cuarenta, o de los veinticinco y medio. La crisis de cuando el corazón, cansado de callar, llora. Y es en ese momento cuando nos damos cuenta de que aparentemente lo tenemos todo y de que, sin embargo, sentimos ese vacío en nuestro interior que nos impulsa a buscar cambios: cambio de pareja, cambio de entorno, cambio de trabajo…
Pero si ese cambio no incluye una liberación de nuestro cuello, seguiremos sin dejar que el corazón se exprese. Es cierto que la voz no es la única manera de expresarse. Si no podemos manifestar, nuestro propio ser acaba por no seguir creando, por no seguir soñando. ¿Para qué?, si todo lo deseado, soñado y anhelado acaba acumulado y sin poder manifestarse. Es muy importante que demos voz a nuestras necesidades; que, desde el respeto, podamos expresar nuestros deseos, sueños y anhelos. De la manera que sea. De esta forma nuestro corazón podrá expandirse.
Uno de los aspectos más interesantes del estudio a través del campo energético es que la energía no miente. Las emisiones energéticas no siempre coinciden con nuestro pensamiento, porque somos unos verdaderos maestros del autoengaño. Hay que estar atentos a nuestra propia energía, a lo que captamos. Cuántas veces una persona muy pero que muy simpática nos genera rechazo, precisamente por ser «demasiado simpática», como si algo sonara a falso en ella.
O cuántas veces desconfiamos de alguien que «parece una mosquita muerta pero luego…». Esa percepción que tenemos de las personas y que muchas veces ocurre a niveles simplemente energéticos es mucho más real y cierta que la imagen mental que nos construimos de nosotros mismos y de los demás.
Tampoco mentía el campo energético de alguien que se sentó delante de mí y me dijo:
—En realidad, yo lo tengo todo.
¿Qué significa «tenerlo todo»? ¿Qué has conseguido, los logros que se consideran normales socialmente a una determinada edad? ¿Tienes un perro, un coche, una casa y un marido y ahora estás pensando en tener hijos? ¿Qué es para ti tenerlo todo?