Energía

El hombre y el cosmos

El Cosmos es muchísimo más complejo de lo que a primera vista se nos muestra. Y aunque parezca una paradoja, muchos de los que se llaman a sí mismos científicos, son los que menos se percatan de esta gran verdad, pues tienen la mente demasiado tecnificada y creen que sólo lo que ellos pueden comprobar con sus aparatos o con sus cálculos, es lo que es «real» o posible. Pero no es así.


Del Cosmos apenas si conocemos una infinitésima parte, debido fundamentalmente a que el instrumento con el que contamos para conocerlo -nuestro cerebro- a pesar de ser un formidable instrumento en relación con su tamaño, es en fin de cuentas muy limitado, sobre todo comparado con la vastedad y la complejidad del Cosmos. 

Los hombres, infantilmente y ayudados o engañados en esto por las religiones – por los dioses-, pensamos que somos el centro del Universo. Así nos lo han hecho creer y así lo hemos venido repitiendo por los siglos. El hombre es sólo otro de los infinitos seres inteligentes, semi-inteligentes y carentes de inteligencia, que pueblan el inconmensurable Universo.

Nuestra infantilidad al enfrentarnos y al enjuiciar las otras realidades del Cosmos es patente y además lastimosa. Somos unos auténticos niños en cuanto nos ponemos a enjuiciar las cosas que no podemos percibir clara y directamente por nuestros sentidos. Hablamos de nuestra realidad como si fuese la única realidad existente; dividimos los seres en inteligentes y no inteligentes juzgando únicamente de acuerdo a las coordenadas de nuestras mentes y a los mecanismos que nuestros cerebros tienen para aprehender lo que nosotros llamamos «la realidad»; y hasta nos atrevemos a dictaminar que algo no existe o no puede existir porque «repugna» a nuestros engramas cerebrales. 

Somos unos perfectos niños pueblerinos aseverando muy seriamente que «la fuente de nuestro pueblo es la fuente más grande del mundo»; sencillamente porque echa mucha agua. Decimos que los animales no son inteligentes y sin embargo, debido a procesos cerebrales, muchos de ellos son capaces de hacer cosas que los hombres no somos capaces de hacer.

Al entrar a enjuiciar el Cosmos, tenemos que ser mucho más prudentes de lo que somos al juzgar las cosas que nos rodean, de las que más o menos tenemos datos precisos y muchísimo más inmediatos de los que tenemos acerca de las enormes realidades del Universo. Los hombres, en cuanto dejamos de ver, de oír y de palpar, entramos ya en el mundo de sombras del que nos habla Platón en sus diálogos. Y ni siquiera podemos estar muy seguros de los datos que los sentidos nos proporcionan, ni de la manera cómo éstos son computados por nuestro cerebro. Nuestra inteligencia abstracta tiene que corregir en muchísimas ocasiones a nuestras sensaciones, aunque en la práctica sigamos comportándonos como si éstas fuesen verdaderas.

Las grandes realidades del Universo y las leyes que las rigen, escapan en gran manera a la comprensión de nuestro cerebro, por más que a veces algunas de estas realidades las tengamos constantemente a la vista y hasta sepamos utilizarlas en nuestras vidas diarias; pero desconocemos casi completamente su esencia. Tenemos como ejemplo la luz y la gravedad, dos realidades omnipresentes en nuestras vidas.

El Universo es como una infinita escalera que asciende de seres menos perfectos a seres más perfectos; y el hombre habitante de este planeta no es más que uno de los innumerables peldaños de esa escalera. Los miles de especies de plantas y los cientos de miles de especies de animales no son sino otros peldaños de esa mismas escalera. Una inmensa escalera cuya base está formada por eso que medio despectivamente llamamos materia, y cuya cima está formada por lo que, sin comprenderlo bien, llamamos «el reino: del espíritu». Y todavía por encima de ese reino del espíritu, sin pertenecer a nada ni ser abarcado por nada, ni ser entendido por nada ni por nadie, estaría eso que los hombres infantilmente llamamos «Dios».

Dios no es ni puede ser nada de eso. Dios es algo diferente de todo lo que la mente humana pueda concebir o imaginar. Dios es para la mente humana lo que la teoría de la relatividad es para un mosquito. Si no fuese así y la esencia de Dios fuese comprensible por la mente humana, Dios no valdría gran cosa.

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