
Desde nuestra tierna infancia se nos ha enseñado a someternos a la voluntad de la “autoridad”.
Se nos ha enseñado, de una u otra forma, a obedecer los decretos de aquellos quienes, de una u otra forma, han adquirido posiciones de poder y control.
Desde el principio, que un niño sea tan bueno o no se mide, ya sea de forma explícita o implícita…
- Primero, dependiendo de qué tan bien obedece a sus padres
- Luego, dependiendo de qué tan bien obedece a sus profesores
- Y finalmente, dependiendo de qué tan bien obedece las “leyes” de su “gobierno”
Sea de forma implicada o declarada, la sociedad está saturada con el mensaje de que la obediencia es virtud, y de que la gente buena es quienes hacen lo que la “autoridad” les dice hacer.
Como resultado de ese mensaje, los conceptos de moralidad y obediencia se han vuelto tan difusos en las mentes de las personas que cualquier ataque a la noción de la “autoridad” se sentirá, para la mayoría de personas, como un ataque a la moralidad en sí misma.
Cualquier sugerencia de que los “gobiernos” son inherentemente ilegítimos sonará como sugerir que todas las personas deberían comportarse como animales indiferentes y despiadados, viviendo la vida bajo el código de la supervivencia del más fuerte.
El problema es que el sistema de creencias de la persona promedio yace sobre una mescolanza de conceptos y suposiciones vagas, y usualmente contradictorias.
Términos como moralidad y crimen, ley y legislación, líderes y ciudadanos, usualmente son usados por personas quienes nunca han examinado racionalmente conceptos así.
Para entender la naturaleza de la “autoridad” y los “gobiernos”, debemos empezar definiendo con precisión lo que estos términos significan.